Este
miércoles, 25 de octubre, se cumplen 40 años de la firma de los Pactos de la
Moncloa (fueron dos, denominados Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la
economía y Acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política), que se
convirtieron en un paradigma mundial de diálogo y convivencia democrática entre
todas las fuerzas políticas y territorios (incluidos, evidentemente, los
nacionalistas vascos y catalanes). Los pactos permitieron a España iniciar el
camino de la modernización que la llevaría a integrarse en la Unión Europea y a
tener uno de los periodos más largos de prosperidad de su historia.
La radiografía de aquella España de 1977 presentaba,
en el terreno económico, un cuadro clínico explosivo que revelaba unas cifras
que se parecían poco a las que había manejado la oficialidad franquista. Era
una economía muy intervenida que llegaba duramente lacerada por la crisis
económica mundial causada por el encarecimiento de los precios del petróleo
tras la guerra del Yom Kippur entre árabes e israelíes de
1973.
El PIB era de 9,1 billones de pesetas, con un PIB por habitante equivalente
a 3.000 dólares (hoy supera los 28.000 dólares); un crecimiento en términos
reales del 2,8% que parecía sólido, pero con un consumo privado más débil, en
torno al 1,5%. El déficit público (en torno al 2%) no era alarmante, pero no
incluía muchos organismos autónomos o empresas públicas e industrias que luego
tendrían que pasar por la reconversión. La inflación estaba oculta por la Junta
Superior de Precios (JSP) y aquel año se disparó hasta un escalofriante 26,4%,
aunque en algún momento del año llegó a rebasar el 30%, y los tipos de interés
para créditos personales superaban el 10%, aunque no tardarían en sobrepasar el
20%.
También
apareció entonces otro de los graves problemas estructurales de la economía
española, que se ha instalado a lo largo de los 40 años, el desempleo, que se
vio alimentado por la vuelta de muchos emigrantes, en parte atraídos por la
apertura, pero también porque la crisis del petróleo había hecho mella en los países en
los que se encontraban. En 1973, los parados rondaban los 325.000,
según la Encuesta de Población Activa (EPA). En diciembre de 1976 había pasado
a 627.990 y a 760.060 un año después, para superar el millón a finales de 1978.
La tasa de paro sobre la población activa era a finales de 1977 de 5,69%. Desde
entonces se desbocó hasta superar el 25% y los cinco millones de desempleados de los últimos años.
Además, el peso del sector primario era todavía alto.
De los 12,5 millones de trabajadores ocupados que había en 1977 (casi 19
millones en la actualidad), 2,5 millones lo estaban en agricultura (ahora hay
menos de un millón) y más de 5,3 millones ya estaban en el sector servicios,
cifra que en la actualidad ha crecido hasta los 14 millones. El turismo, la
primera industria nacional, trajo a España 34 millones de visitantes, bastante
menos de la mitad de los más de 80 millones que se esperan para este año si no
se tuercen las previsiones por la crisis catalana.
El sector
empresarial era una mezcla de monopolios y oligopolios, controlados en su mayor
parte por el Estado, que había acogido en su seno a empresas quebradas de todo
signo y condición como solución alternativa al cierre antes de tener que
enfrentarse a problemas sociales. Era una economía intervencionista y rígida
que no tenía capacidad competitiva, en la que la JSP fijaba el valor de compra
de los artículos básicos mediante los escandallos de costes. Una antigualla
franquista.
Todo estaba roto o descosido. La decisión del Gobierno de Suárez (UCD), recién salido de las urnas el 15-J,
de devaluar la peseta casi un 20% era un síntoma claro de la crítica situación
que vivía el país. Con los precios desbocados y la estructura social maltrecha
no cabía otra salida que buscar un gran acuerdo nacional con la participación
de todas las fuerzas políticas y sociales. Suárez encargó a Enrique Fuentes Quintana, vicepresidente al frente del área
económica, y a Fernando Abril Martorell, vicepresidente encargado
del área política, que pusieran en marcha la maquinaria para corregir las
grandes lacras que lastraban la economía española: la inflación, el desempleo y
el fuerte déficit exterior, que superaba los 11.000 millones de dólares.
Estaban en
marcha los Pactos de la Moncloa. Se trataba de involucrar a todos. “O los
demócratas acaban con la crisis económica o la crisis acaba con la democracia”,
afirmó Fuentes Quintana recuperando una frase de un político republicano de
1932. Y allí estaban invitados los políticos que venían del franquismo con
ánimos de cambio y los partidos de izquierda; los sindicatos, recién salidos de
las catacumbas, y los empresarios, que acababan de constituir la Confederación
Española de Organizaciones Empresariales (CEOE).
Así representó Peridis en vísperas de la firma de los acuerdos lo delicado de la negociación. |
“La idea era un
ajuste general para luego abordar una Constitución para todos y no que
estuviera partida, ése era el sentido profundo de aquellos pactos”, sostiene José Luis Leal, entonces director general de Política
Económica. Leal, que luego sería ministro de Economía con UCD, formó
el equipo que redactó el documento técnico base para los pactos junto a Manuel
Lagares, subsecretario de Economía; Luis Ángel Rojo, director del Servicio de
Estudios del Banco de España, y Blas Calzada, director general de Estadística.
“Situación insostenible”
El documento
técnico tenía que pasar la aprobación política. Abril negoció primero con
Carrillo, lo que no agradó mucho al PSOE, que había salido de las elecciones
generales con una clara perspectiva de llegar al poder. Quizá por ello mostró
bastantes reticencias a dar su respaldo, cuando la propia UGT (su sindicato
hermano) no los veía mal. Sin embargo, Felipe González accedió a firmar. “Había
un evidente riesgo de descarrilamiento, los ingresos no iban bien, la balanza
exterior presentaba un enorme déficit, empezaba a aflorar el desempleo..., la
situación era insostenible”, afirma Carlos Solchaga, que unos años después
sería ministro de Industria con el PSOE y, después, de Economía.
La ausencia de los sindicatos y la patronal de la histórica
foto de la firma en la Moncloa se debió, según recuerdan algunos de
los protagonistas, a que los pactos tuvieran más la rúbrica política de las
fuerzas representadas en el Parlamento. “Los Pactos de la Moncloa se hicieron
porque los sindicatos nos negamos a hacer el pacto social que nos proponía
Suárez”, recuerda Nicolás Sartorius, dirigente entonces de Comisiones Obreras y
del PCE; “le sugerimos que lo importante era alcanzar un acuerdo económico y
político. Si hubiera alcanzado un pacto social con nosotros, probablemente
habría pasado de buscar acuerdos tan amplios con los partidos como los que
dieron lugar a los Pactos de la Moncloa”.
“Lo que la gente
quería”, destaca Solchaga, “era pasar de la falta de libertad sindical a tener
sindicatos libres, de la falta del derecho de huelga a la aplicación del
derecho de huelga, de un sistema paternalista de protección de trabajadores al
Estatuto de los Trabajadores y la Ley Básica de Empleo. Los ciudadanos querían
pasar de un statu quo a otro, pero sin pensar en las dificultades para
financiar ese cambio en plena crisis económica”.
Por ello, además de un acuerdo de ajuste salarial, se abordó la implantación de un sistema fiscal moderno,
del que se encargó especialmente Francisco Fernández Ordóñez como ministro de
Hacienda (años más tarde sería ministro de Asuntos Exteriores con Felipe
González). Junto a Fuentes Quintana, creó el modelo actual de IRPF. Para
Sartorius fue una de las claves, “porque permitió invertir en campos en los que
el país estaba profundamente retrasado, como la educación y la sanidad y
permitía comenzar a implantar el Estado de bienestar”. Con el sistema
franquista de impuestos indirectos, la presión fiscal apenas suponía el 22% del
PIB (frente al 37% actual), por lo que no había ingresos suficientes para hacer
frente a los compromisos de gasto a los que el Gobierno de Suárez estaba
llegando con los sindicatos.
Pero, además
de introducir un impuesto progresivo sobre la renta, se sentaron las bases del
sistema financiero moderno, se reformó una Seguridad Social que estaba dispersa
en innumerables montepíos, muchos de ellos quebrados, se construyeron escuelas
que permitieron que todos los niños tuvieran acceso a la educación.
También se puso en marcha un programa, presupuestario
y monetario, que permitió, en un año, rebajar al 16,5% la tasa de inflación sin
que por ello se produjeran pérdidas de poder adquisitivo para los asalariados;
el déficit del sector exterior se transformó en excedente, pero no pudo
evitarse el aumento del paro. Ello fue así, en parte, porque cuando el programa
comenzaba a dar sus frutos tuvo lugar un nuevo episodio de alza de los precios
del petróleo que los llevó en muy poco tiempo a superar los 100 dólares por
barril, lo cual, para una economía como la española, muy dependiente del petróleo,
fue una auténtica catástrofe.
Los Pactos de la Moncloa, que no se prorrogaron
quizá por razones electorales (el PCE hubiera preferido un Gobierno de
concentración, pero el PSOE quería sustituir cuanto antes a UCD), fueron un
cambio fundamental que sirvió, más allá del consenso político y de la
corrección de algunos desequilibrios, “para sanear la economía y sentar las
bases para acercarse a Europa y el posterior crecimiento”, apostilla Leal,
quien luego sería ministro de Economía con UCD.
En materia
política, el acuerdo permitió modificar las restricciones de la libertad de
prensa, quedando prohibida la censura previa, y un cambio de la legislación
sobre secretos oficiales. Asimismo, se aprobaron los derechos de asociación
política, de reunión y la libertad de expresión, tipificando los delitos
correspondientes por la violación de los mismos. Se creó el delito de tortura;
se reconoció la asistencia letrada a los detenidos; se despenalizó el adulterio
y el amancebamiento; se derogó la estructura del Movimiento Nacional, así como
otras medidas sobre la restricción de la jurisdicción penal militar…
Los Pactos de la Moncloa fueron, con sus luces y sus
sombras, el arreón definitivo para consolidar la democracia en España y dar
paso a la Constitución de 1978, aunque hubo algunos peligros difíciles de
sortear, como el intento del golpe de Estado del 23-F en 1981. Pero, para
entonces, la democracia ya había cogido carrera y era difícil detener a una
mayoría abrumadora que quería libertad. Después de la firma comenzó la labor de
modernización del país. Los Gobiernos de UCD, cogidos por alfileres y formados
por una sopa de letras de grupos, hicieron lo que pudieron para modernizar la
economía. En 1982, tomó el relevo el PSOE, que completaría el camino hacia
Europa.
Tres catalanes entre los 10 firmantes
La
coincidencia del 40 Aniversario de los Pactos de La Moncloa con la grave crisis
de Cataluña confiere a aquellos acuerdos mucha más relevancia. Los
desencuentros que se han producido estos días amenazan con tirar por la borda
aquel espíritu constructivo y de entendimiento, que, quizá, se ha roto por no
haber sabido los dirigentes de un lado y otro avanzar en el diálogo que se
fraguó entonces. Fue un sentimiento que se reflejó en que, entre los 10 firmantes
de los Pactos, había tres catalanes: Miquel Roca (por Convergència i Unió, hoy
reconvertido en PDCat ), Josep Maria Triginer (por la Federación Catalana del
PSOE) y Joan Reventós (por Convergencia Socialista de Cataluña).
Los pactos
se firmaron en el Palacio de la Moncloa, que se había convertido en la sede del
Gobierno tras el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente, para después
ser ratificados en el Congreso de los Diputados dos días después y en el Senado
el 11 de noviembre de 1977. Además de los tres catalanes citados plasmaron su
rúbrica Suárez en nombre del Gobierno; Leopoldo Calvo-Sotelo, por UCD, fundado
por Suárez a partir de varios grupos impulsados en su mayor parte por políticos
que habían sido dirigentes durante el franquismo (el propio Suárez había sido
ministro secretario general del Movimiento); Felipe González, por el resucitado
PSOE; Santiago Carrillo, por el PCE, que había sido legalizado la Semana Santa
de aquel año; Enrique Tierno Galván, por el Partido Socialista Popular (PSP); Juan
Ajuriaguerra, por el Partico Nacionalista Vasco (PNV), y Manuel Fraga Iribarne,
por Alianza Popular, que no suscribió el acuerdo político, pero sí el
económico. Viniendo de donde venía, se entiende su postura.
Los
sindicatos y la patronal no firmaron los pactos, aunque concedieron su apoyo,
los primeros implícitamente representados por los partidos de izquierda (PSOE y
PCE) y los empresarios porque ya se habían convencido de que los tiempos
estaban cambiando y había que aceptar la transición a la democracia. Eso no
quería decir que las organizaciones sindicales (Nicolás Redondo lideraba UGT y
Marcelino Camacho, CC OO) y la patronal quedaran al margen.
“Siempre
prestaron un sólido apoyo”, sostiene José Luis Leal, que negoció con los
sindicatos un aumento salarial del 22% (20 puntos más dos de deslizamiento)
cuando la inflación acabaría ese año con el 26,4%. Aquel acuerdo allanaba el
camino para el pacto político, pero no resultaba muy explicable que los sueldos
subieran menos que la inflación, lo que llevó a Camacho a decir aquello de “las
matemáticas de la burguesía”. Pero los sindicatos aceptaron y tuvieron que
soportar que en alguna fábrica más de un militante les arrojara el carnet a la
cara.
“Lo más
importante es que, tras ese acuerdo, se empezaron a calcular los salarios
sobre la inflación prevista y no sobre la pasada y, a cambio, se procedió a
realizar la reforma fiscal, que era absolutamente necesaria”, enfatiza Nicolás
Sartorius, uno de los negociadores por CC OO. Probablemente, el sacrificio era
porque no sólo era salario real de lo que se hablaba. “Había que considerar
también el salario social; es decir, aumentar el gasto social en capítulos que
mejoraban notablemente el Estado de bienestar, como educación y sanidad”,
completa el exministro socialista Carlos Solchaga.
Subida salarial del 22%, inflación del 26,4%
Los
sindicatos y la patronal no firmaron los pactos, aunque concedieron su apoyo,
los primeros implícitamente representados por los partidos de izquierda (PSOE y
PCE) y los empresarios porque ya se habían convencido de que los tiempos
estaban cambiando y había que aceptar la transición a la democracia. Eso no
quería decir que las organizaciones sindicales (Nicolás Redondo lideraba UGT y
Marcelino Camacho, CC OO) y la patronal quedaran al margen.
“Siempre
prestaron un sólido apoyo”, sostiene José Luis Leal, que negoció con los
sindicatos un aumento salarial del 22% (20 puntos más dos de deslizamiento)
cuando la inflación acabaría ese año con el 26,4%. Aquel acuerdo allanaba el
camino para el pacto político, pero no resultaba muy explicable que los sueldos
subieran menos que la inflación, lo que llevó a Camacho a decir aquello de “las
matemáticas de la burguesía”. Pero los sindicatos aceptaron y tuvieron que
soportar que en alguna fábrica más de un militante les arrojara el carnet a la
cara.
“Lo más
importante es que, tras ese acuerdo, se empezaron a calcular los salarios
sobre la inflación prevista y no sobre la pasada y, a cambio, se procedió a
realizar la reforma fiscal, que era absolutamente necesaria”, enfatiza Nicolás
Sartorius, uno de los negociadores por CC OO. Probablemente, el sacrificio era
porque no sólo era salario real de lo que se hablaba. “Había que considerar
también el salario social; es decir, aumentar el gasto social en capítulos que
mejoraban notablemente el Estado de bienestar, como educación y sanidad”,
completa el exministro socialista Carlos Solchaga.
FUENTE: EL PAÍS (Miguel Ángel Noceda) 21 OCTUBRE 2017